Cosas que (me) ha arruinado el cine (V). La protesta.

martes, 29 de octubre de 2013 - Publicado por BabeDeJour en 13:15
Dediqué una tesis de Ciencias Políticas de casi ochenta páginas, indirectamente, a cuánto V for Vendetta había movido a una generación a salir a las calles a protestar a lo largo y ancho del planeta. No es eso exactamente, por supuesto – la adaptación ideológicamente light de la muy anarquista novela gráfica de Alan Moore no inventó Occupy y mucho menos la Primavera Árabe -, pero no dudaría un segundo en decir que fue la obra que le dio voz y “cara” a ambos movimientos, y a cuantos parecidos han ocurrido en el mundo desde entonces.
A pesar de que V for Vendetta es una historia de más de treinta años (el primer tomo de la novela se publica en 1982), la generación con la que hizo conexión por sobre todas las otras es la mía y, en las protestas jóvenes, desde el estreno de la película a menudo se consiguen esparcidas máscaras de Guy Fawkes, sin mencionar que además el colectivo hacktivista más famoso del mundo, Anonymous, ha tomado la máscara en cuestión (con un par de espadas de pirata) como su emblema de armas.
La que se representa en V for Vendetta es una Inglaterra distópica, en la que reina el más absoluto orden en las calles – orden que sin embargo se paga en discriminación, genocidio y censura, que un Estado Todopoderoso organiza bajo la premisa de que es el precio que hay que pagar por la seguridad (y acaso por la ciudadanía en esa gran Inglaterra que siempre prevalece). La historia original surge en plena era Thatcher, alrededor de la paranoia y terror de Alan Moore de que la muy conservadora Maggie llevara al país a una ola de fascismo al mejor estilo ítalio-teutón – Moore, por muy brillante que haya sido siempre, jamás se ha caracterizado por su frialdad de análisis ni su cordura (y menos mal, porque qué cantidad de maravillas nos hubiésemos perdido).
En todo caso, V for Vendetta resuena no por el Estado über-Thatcheriano y nazi, sino por el tratamiento que Moore le da al ciudadano: se deja bien claro que lo que hace el gobierno ocurre porque la ciudadanía es quien lo permite. En la historia, es la ciudadanía quien se deja manipular a punta de miedo al desastre y a la inseguridad, quien con su silencio permite el genocidio y la censura, quien se queda en casa durante el toque de queda porque cambiar tu modalidad de vida, aunque esta no funcione, es incómodo. Ahí es donde yace el gancho de V, con su revolución anónima sonorizada por Tchaikovsky y adornada con fuegos artificiales: los gobiernos se llenan de sí mismos porque la base social siente que no es suficiente en contra de ellos – sin darse cuenta de que, precisamente por ser base, es ella quien los sostiene.
De V for Vendetta la generación del milenio aprendió que los gobernantes están en posiciones de poder porque el pueblo, directa o indirectamente, los mantiene ahí… por siempre (o hasta que se acabe la crisis, quién sabe) arruinándonos la forma tradicional de hacer democracia: termina siendo imposible sólo quedarse callado, arrecharse de vez en cuando por las decisiones que toma el gobierno y luego votar cada cuatro o seis años por otra opción acaso ligeramente más representativa que la anterior.
Los que llevamos toda nuestra vida consciente conectados a Internet (con los mishaps que eso puede incluir, sí, pero también con las toneladas de información que tenemos a un ENTER de distancia), con toda la historia pasada y presente en la punta de los dedos, encontramos en V (en Moore, vamos) la cara de esa molestia en el aire, de esa impresión de que realmente las cosas no están funcionando como debieran.

(Y en una nota aparte, en chiquito: a mí además V for Vendetta me arruinó un poquito el cumpleaños, fíjate, porque resulta que nací un 5 de noviembre).

Cosas que (me) ha arruinado el cine (IV). Las comedias románticas.

domingo, 13 de octubre de 2013 - Publicado por BabeDeJour en 23:40
Intolerable Cruelty (2003), sin pensarlo dos veces mi preferida de los Coen.
Admito que soy la niña más niña del mundo y si hay un género al que voy pegada siempre (aparte del musical) es la comedia romántica - y más aún cuando es screwball (ese género casi muerto después de décadas, de respuestas rápidas y a menudo dobles sentidos que apenas eran guiños). Desde el primer dedito en el agua dentro del screwball comedy que significó It Happened One Night hasta los homenajes al género más cercanos a esta época (como Down with Love o Leatherheads), he dedicado muchas de mis horas frente a una pantalla (que no son pocas) a la fórmula típica del chick flick: chico conoce a chica, se presenta un enredo X por el cual se desarrolla una relación superficial de odio que de forma casual y precisa termina en amor y entendimiento.
Es una figura trillada, sin duda, pero cosas más o cosas menos es una fórmula que ha dado algunas de las películas más deliciosas de la historia del cine: las comedias de guerra de sexos Katharine Hepburn-Spencer Tracy de los ’40 (Woman of the Year, por ejemplo), las de ingénue con splashes de sexualidad muy bien disimulada Doris Day-Rock Hudson de los ’60 (Pillow Talk siendo el ejemplo más divertido), las del hombre encantador y ligeramente patán que eventualmente encuentra a la horma de su zapato (subgénero al que Cary Grant dedicó casi toda su carrera y George Clooney los últimos quince años), las del escritor neurótico en Manhattan (y sí, carajo, las pelis de Woody Allen pertenecen a un subgénero propio), las de enredos de secundaria norteamericana (con una gama variadísima que vio sus días de gloria en los ’80 con las películas de John Hughes, pero igual aún nos da cosas geniales como Mean Girls o Easy A) y cualquier otra cantidad de modalidades, algunas más originales que otras, que han demostrado el amplísimo rango posible dentro de una premisa simple.
Tampoco es justo decir que es el único género con una fórmula o con figuras arquetípicas (el primero que se me ocurre es ese vaquero con perpetua cara de tranca pero leal como un perro y dispuesto a sacrificarse por honor, perpetuado por John Wayne), pero probablemente ha sido uno de los más abusados hasta su última expresión. ¿Por qué? Porque es dinero fácil, básicamente: buscas a dos superestrellas, las juntas alrededor de un guion con los mismos clichés de siempre y cero aportes de ingenio, agregas quizá una localidad medianamente exótica (o te quedas con las ciudades grandes, sobre todo en el área de Manhattan), lo pones en el microondas cinco minutos y voilà, tienes un potencial éxito. El hecho es a final de cuentas tu audiencia base (la mujer soltera y criada por historias de Disney) ya está tan acostumbrada a la medida estándar que lo único que espera de la comedia romántica es que esa buena mujer se quede con Matthew McConaughey al final y lo haga un hombre de bien.
Hace poco leía una cita, creo que de Ethan Hawke, que decía algo parecido a que con Julia Roberts se había instaurado una nueva escuela de cine, perennemente imitada pero nunca copiada: la de sonríe y todo estará bien. El hecho es que desde los noventa (desde Pretty Woman, venga) pareciera existir la idea de que la comedia romántica es un género fácil y tonto, en el que cabe cualquier actor, en el que no importa la historia mientras tenga la misma fórmula – y, en parte, puede que venga del hecho de que parece fácil cuando lo hace Julia Roberts.
No digo que la Roberts no haya estado en películas malas (en una carrera tan prolífica es imposible que no sea el caso), pero definitivamente hay una naturalidad innata a su forma de actuar que hace que ciertos ambientes más bien ligeros se vean más fáciles de lo que son – y otro tanto pasaba con Meg Ryan antes de que el colágeno la tomara como prisionera para no devolverla nunca.
No se crean que ese título compartido que tenían en los noventa de reinas de la rom-com era porque, cuando igual se mantenían en guiones interesantes (When Harry Met Sally… es, por lo bajo, encantadora; por lo alto, discutiblemente entre las mejores películas del género), un buen elenco, visuales memorables y, cómo no, química – que enamorarse en pantalla también se parece un poco a hacerlo sin cámaras: al final la sensación que el género pareciera buscar es de la historia improbable pero posible, con un sabor ligeramente mejor que el de la realidad.
Otra persona que le hizo un daño terrible al género por un tiempo corto (temo el día que esa mujer vuelva a ser famosa) fue Katharine Heigl en la cúspide de su éxito post Grey’s Anatomy. Sin darle muchos rodeos a la cosa, se dedicó a poner en pantalla el mismo personaje al menos tres veces (con Knocked Up siendo lo más salvable y, aún así, incluso con el hype que tuvo en su momento ya ha sido debidamente engavetada) en películas tediosamente anti-originales y casi dolorosas de ver, que terminaban siendo éxitos de taquilla porque, como ya decía antes que sospecho, el consumidor parece haber olvidado que también con la comedia romántica se vale hacer buen cine.
Todavía queda buen gusto y buenos guiones de comedia romántica, pero como con todo, quizá los estudios se arriesgan menos a buscar alternativas distintas a la vieja fórmula – una fórmula que si ha funcionado por ochenta años es porque se ha sabido mantener actualizada con los arquetipos y posibilidades de las distintas épocas.

En conclusión: la rom-com vive, la lucha sigue.