Gone with the Wind Revisited

martes, 28 de agosto de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 13:41


Si Casablanca fue la película de mi infancia para irse convirtiendo en la de la nostalgia, Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó) es, sin duda alguna, la película landmark de mi adolescencia.
Es un cálculo básico, tanto como puede serlo que la novela icónica de la adolescencia de alguna mujer sea de autoría de alguna Brontë o de Jane Austen: es una de estas historias increíblemente melodramáticas acerca de una mujer de carácter fuerte que finalmente encuentra al amante-rival, el que le agarra el tumba’o – porque resulta que el subtexto dentro de la historia de Margaret Mitchell te dice que el único que podría no sólo calarse a Scarlett O’Hara sino sobre todo meterla en cintura es ese tal Rhett Butler.
Sucede que este es mi segundo intento de escribir algo acerca de Lo que el viento se llevó. Pasa que años después de verla por primera vez a los doce o trece años, cuando he regresado a ella mis reacciones han sido visceralmente cambiantes, acaso porque es el gran pilar que queda de la época más rocosa que tenemos todos. En la adolescencia sufrí amargamente con Scarlett por no entender por qué Rhett se iba; después de pasar por mi primera relación difícil, odié a Scarlett por idiota y malcriada; alguna otra vez no entendí por qué la historia de Mitchell había ejercido ese efecto en mí… y, hace dos semanas, llegué a la conclusión lapidaria (quién sabe por cuánto) de que se trata de un cuento enredado de malcriados.
Si en mi vida Casablanca fue estandarte ético de honor, GwtW es abanderada del egoísmo más puro: sus protagonistas, ambos, son un par de niños empecinados por tener lo que no pueden, lo que les es negado desde el principio – y a ver que pasa un buen rato desde que empieza a enredarse la trama hasta que termina, casi cuatro horas después.
A Scarlett O’Hara la conocemos como una Southern belle, una adolescente hermosa de Georgia con carácter irlandés que, pudiendo tener a todos los hombres del condado se encapricha por el único que jamás estará a su alcance; mientras, Rhett Butler es un rebelde sin causa, un hombre “sin principios”, dado a tragos y burdeles, un hedonista puro… que se antoja, cómo no, de la única mujer que sabe desde el principio está enamorada de otro. La búsqueda de Rhett a Scarlett acaso sea algo más noble: es al final un hombre adulto, que la reconoce como su igual, mientras ella se adentra en un crush adolescente a Ashley que no llevaría nunca a ninguna parte, por simple incompatibilidad de caracteres. Distinto el razonamiento pero al final los dos concluyen en lo mismo.
La incompatibilidad de ambos caracteres yace, precisamente, en lo parecidos que son: con toda seguridad ninguno de los dos sabría manejar la felicidad de tenerla en la mano. Scarlett queda curtida, jaded, después de la guerra, pero aún queda algo de esperanza mientras Rhett mantiene cierto grado de inocencia – que pierde en el momento en el que Bonnie Blue cae de su pony. Claro, al final en esta película hablamos de la madre del chick flick majestuoso y melodramático, con su presupuesto millonario y su éxito de taquilla que, ajustado a la inflación, sigue siendo el mayor de la historia del cine.
Casablanca es la película de mi padre, sí, y Lo que el viento se llevó es un poco la de mi madre, o más bien la novela – cuando leyó el libro por primera vez, a los trece o catorce años, se enamoró perdidamente del nombre de Bonnie Blue Butler, Eugenia Victoria – y no fue hasta que yo tenía seis años que se dio cuenta de que, orden aparte, le había puesto a su hija el mismo nombre.
En Gone with the Wind se inspira la faceta de mi personalidad que cuida las formas, que se cree el cuento de qué es una dama y qué no, que se deja llevar por el temperamento celta. Pongámosla fácil: la malcriada. Pero sobre todo, la historia de Margaret Mitchell (porque no duden que el libro lo he leído mil veces, con el agregado de ambas secuelas oficiales) es responsable en buena medida por mi gusto en hombres: post leer/ver a Rhett Butler, le agarré un gusto que no se me ha quitado a los tipos de humor negro y con toque de cinismo, a los hombres un poco bastante cerdos e incluso, durante mi adolescencia, en un arranque de esa idiotez característica de la edad, decidí de forma férrea que mi novio tendría las iniciales de Rhett Butler (y de Rick Blaine), R.B. – lindo es que diez años después me haya quedado en la otra oclusiva bilabial, wink wink.
Sí, Gone with the Wind es la versión muy edulcorada de un tiempo y espacio que era tan peculiar que se traduce en los rednecks actuales; sí, es una novela/película refugio de gordas vírgenes de mediana edad alrededor del mundo de la misma forma que hoy lo es la saga Twilight de Stephenie Meyer; sí, es un melodrama enrevesadísimo de proporciones épicas. Pero es el mío, mi chick flick, el que una década después de descubrirlo (y setenta y tres años después de estrenado) me calo completo aunque dure casi cuatro horas sin que me pese; el que me ha divertido toda la vida; ese en el que veo siempre los guiños sutiles más deliciosos (ese “you should be kissed and often, and by someone who knows how” que hay que ser bien ingenuo para creer que se limitaba a besos y mucho menos con esa terminología) y de donde me empezó a surgir cualquier atisbo de sutileza que tengo en el cuerpo.
Gone with the Wind, más que testigo de la época que interpreta lo es de la que la vio en el podio del Pulitzer y en el del Oscar: tiempos de absoluta clase con señas sutiles y suspensivas; de grandes estrellas de cine prestadas de un estudio a otro; de pequeños chismes en sets muy anteriores a los paparazzi; de papeles geniales que se peleaban todas las actrices de Tinseltown – un Estados Unidos y una industria cinematográfica en todo su esplendor, justo antes de la Segunda Guerra Mundial. A final de cuentas, un Hollywood que el viento se llevó.



Buscaba sólo el screen test de Paulette Goddard, que lo vi hace años y hubiese sido una Scarlett O'Hara divina - pero conseguí fue este compendio de screen tests narrado por Orson Welles, y todos sabemos que cualquier cosa es mejor si está narrada por Orson Welles.

Casablanca Revisited

miércoles, 8 de agosto de 2012 - Publicado por BabeDeJour en 19:55
No sé en realidad qué tan confiable sean, pero a mí me da muy mala espina alguien cuyos gustos sean exactamente iguales desde hace muchos años. Esta gente que dice con orgullo que A Clockwork Orange es su película preferida desde que tiene 15 me da poco menos que angustia, no por Clockwork en sí (aunque Kubrick me parece, como Nietszche, un autor de adolescencia - aunque de eso podría hablar con calma en otro momento), sino porque qué terrible quedarse estancado en el mismo sitio tanto tiempo.


El hecho es que mientras uno crece, tanto física como metafóricamente, la visión de mundo (Weltanschauung, que dicen los teutones) debería ir cambiando, evolucionando, afinándose. Sé que a mí en lo personal me daría una tristeza terrible pensar que la cumbre de mis gustos, o de cualquier faceta de mi vida, la pasé en la adolescencia.


Siguiendo esa misma lógica, admito que sí hay gustos que permanecen, pero las razones no son las mismas: a los veintipico no te quedas sentado viendo la película que te atrapó en la adolescencia por las mismas razones que lo hiciste entonces. Y me parece que esa es una de las cosas maravillosas del arte en general, y del cine en específico: el cine bueno, el genial, acompaña de una forma u otra durante toda la vida, como si cambiara contigo, cuando es uno mismo quien se proyecta en él.


Tengo esto en la cabeza porque en la semana vi Casablanca en pantalla grande por primera vez. Y sucede que Casablanca, más que ser la película de mi adolescencia, es la que, por decirlo de alguna forma, me ha visto crecer. 


Casablanca es desde que recuerdo la película preferida de mi padre (inspirándose en Rick llegó a la iglesia el día de su boda con smoking tropical blanco, para el horror de mi madre incluso cuando lo cuenta hoy, casi treinta años después), es la primera película de la que tengo conciencia y por la que entré a todas las demás.


Es la película que veía siempre con mi padre cuando la pasaban los domingos en la noche, a menudo en NCTV o en VTV y doblada (él no tiene ningún problema con el doblaje, gusto que su hija no heredó ni de lejos); la que alguna vez le grabé en VHS mientras la ponían en la tele; la que sé citar de cabo a rabo desde niña; la que me dio las primeras herramientas para crear algo parecido al ingenio y, cómo no, la primera que moldeó mi personalidad y mi visión de mundo.


Casablanca fue mi primera guía ética, cuando todavía no sabía que las ficciones son eso, precisamente. Por cursi que suene, de niña mis conceptos de amor, de honor y de sacrificio por causas mayores vinieron de ahí. Rick Blaine (personaje de acuerdo al cual mi padre ha moldeado su conducta toda la vida) era el ser duro, cínico y en el fondo férreamente honorable cuya personalidad parecía lógico imitar y copiar.


Durante mi muy incómoda adolescencia, mi burbuja frente al mundo estaba constituida de literatura en primera instancia, pero sobre todo de cine: llegaba a casa del colegio a ver películas de manera sistemática y obsesiva, leyendo crítica, jugando trivia. Veía tres, cuatro pelis al día y me enamoraba perdidamente de actores que llevaban cincuenta años muertos. Eso sí: en mi mundo adolescente, empezando por Casablanca, las mayores historias de amor quedaban truncadas, bajo la sobre-romantizada premisa jamás dicha pero siempre expuesta en todo arte de que el verdadero romance yace en la grandeza de lo efímero y jamás, jamás en las horas muertas de lo cotidiano.


Lentamente, cuando salí de la burbuja que me había creado en el colegio, Casablanca se convirtió en mi filtro: me da hasta dolor admitir que salí con más de un patán sólo por mencionar esa película, así fuera de pasada. Así de fácil, sin complicación alguna.


Nunca he dejado de ver Casablanca. Agarrarla en la tele significa llamar a mi padre, esté del otro lado del país o en el cuarto de al lado, y decirle en qué canal está, por qué escena van y que ambos citemos algún pedazo. Regularmente se la regalo en DVD y él la daña de tanto verla hasta que se la vuelvo a comprar.


Verla también significa darle menos valor a Ilsa mientras más la veo, por ser ella instrumento narrativo más que personaje; aburrirme cada vez más con el heroísmo panfletario de Victor Laszlo; conseguirle más capas al capitán Renault; encontrar a Rick un poco más despechado de cartón; notarle más el carácter propagandístico a toda la cuestión pro-De Gaulle.


Ver Casablanca, todavía, es morderme los labios para no cantar La Marseillaise a coro cuando estoy en público, contener las lágrimas ante esa escena maravillosa, la que denota la expresión sentimental que estoy segura que fue la que logró que “the good guys” triunfaran en la Segunda Guerra Mundial.


En conclusión: ver Casablanca, para mí, es recordar cómo y por qué me enamoré del cine… y por eso, precisamente, no podría deberle más a ninguna otra película.




Here’s looking at you, kid.