Misa en celuloide

miércoles, 20 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 12:02

Creo en pocas cosas. No creo en el ateísmo religioso que está tan de moda, ser anti-Iglesia por el solo placer de serlo me parece de adolescente y estoy harta de oír a gente citando a Nietzsche. La creencia religiosa que más me agrada es la del pastafarismo, por ridícula y orgullosa de su propia ridiculez.

Tampoco compro ninguna ideología política; me parece que los extremos son de locos, y me es más apropiado usar la derecha y la izquierda como puntos de referencia cuando no sé dónde estoy. Y no es metáfora.

Creo en esquemas, en símbolos, en la capacidad de creer. Pero de creer en algún dios, en uno material, lo encarnaría en todos los de la pantalla grande. Mis divinidades serían Bogey, la Liz, Audrey, Chaplin, Welles, Hitch, la Bergman. Y mi rito sagrado, claro está, sería verlos en acción. Así que aquí una muestra de cómo voy yo a misa.

Lo primero es conseguir un sitio; no puede haber misa sin templo. Mi sitio es mi cama, aire prendido, bien tapada; la tele está colgada en la pared y yo duermo en futón, así que el mejor ángulo lo agarro acostada.

Es importantísimo tener distintas opciones, muy variadas, antes de ver una película: el tener una sola, sin salida, te predispone de alguna manera u otra. Tiene que hablarte: la película te llama en el momento en que debe ser vista. Forzar la situación confunde y molesta sin que uno esté muy seguro de por qué. Cuando no encaja, no lo hace y punto.

La fe en el cine es algo que puede practicarse tanto en público como en privado. Ir al cine es una figura social, ante todo, y yo prefiero hacer uso de ella para cosas específicas: películas familiares, blockbusters, segundos encuentros con divinidades. La versión privada de la misa se parece a la meditación: es una comunión directa, un silencio con soundtracks. Comulgo mejor sola cuando me interesa ver algo con ojo crítico – o sea, la mayor parte del tiempo.

Una cuestión vital es que el cinéfilo, aunque haga sus búsquedas solo, quiere que el mundo entero vea lo que él. El cinéfilo, como el lector, busca enamorar a punta de lo que lo enamora: consigue maneras de llegarle a cada persona de tal o cual manera. El cinéfilo aprende no tanto a conocer a alguien por sus gustos de películas, sino a entender los gustos de los demás de acuerdo a sus leit motifs de vida. Suena pretencioso, supongo, pero después de cierto tiempo uno desarrolla la capacidad de saber exactamente qué va a gustarle a alguien con apenas conocerlo un poco; aprendes a llamar a otros al cine rodeándolos de cosas que ya saben o intuyen. Existe, supongo, cierto juego de poderes en la cuestión, cierta manipulación; pero es el mismo click que se siente al enamorarse: ese algo en común, esa pertenencia a un pedazo de alma cósmica.

El cine es infinito, y habla en todos los idiomas: le habla a los que lo ven en silencio, a los que lo comentan, a los que lo discuten infinitamente; a todos los que se predisponen conscientemente a enamorarse a través de él. El señor Javier Raya, ninja de convicción y oficio, escribió hace no mucho un set de instrucciones para ver películas con gente que podría ser muy útil – si se deja de lado el ligero sentimiento de culpa que uno siente con la instrucción 5 en sus distintos numerales, con la analidad del ritual de comer cotufas viendo pelis – y que, como él ya sabe, comparto, especialmente en la décima y última instrucción.

Siéntese, acuéstese, párese, quédese de rodillas si mejor le parece. Elija su divinidad de turno. Adore, en silencio o no, acompañado o no. Considere sus festividades religiosas como la bendita, oh grande, temporada de premiaciones, en la que se molestará y maldecirá a la Academia por vendida, pero a la que regresará cada año, siempre.

Luces, cámara, acción... y amén, carajo.

¿Sí conoces al Vagabundo?

lunes, 18 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 1:21

¿Sí conoces al Vagabundo? Es un pobre diablo que deambula por la ciudad y usa un frac viejísimo, deshecho, con sombrero de copa y bastón. Camina raro, con unos zapatos negros enormes de payaso, con los pies hacia afuera como un pingüino; y tiene un bigotito mínimo, justo debajo de la nariz, que confundirías con el de cierto austríaco que dio de qué hablar en el siglo XX.

Desde hace ya un par de generaciones que todos conocemos a Charlot por ósmosis cuasigenética, pero de hecho se sabe muy poco del trabajo real de Charles Chaplin. Su película más famosa hoy en día es The Great Dictator, en la que rompería su silencio de once años (cuando Hollywood producía talkies y él seguía en el cine mudo) para criticar el ascenso del nazismo y fascismo en Europa. Es la más célebre por lo “importante” de haber sido la primera que reprochaba lo que pasaba en el viejo continente, antes de que Estados Unidos y el mundo se dieran cuenta (o decidieran, vaya usted a saber) que Hitler era un monstruo… pero la verdad, no creo que sea su mejor film.

El personaje del Vagabundo (“The Tramp” en inglés y “Charlot” en francés como abreviación de Charles, nombre que fue adoptado en los países de habla hispana) ante todo fue una crítica social fortísima detrás de una cara adorable: era el representante del hombre sin suerte que quedaba relegado por aquel “capitalismo salvaje” del que seguimos oyendo todavía. Darse una pasada por Modern Times es un viaje a la Gran Depresión y al miedo de la época a la maquinización del mundo y a la consecuente pérdida de vigencia del ser humano como fuerza laboral: en una escena maravillosa de la que nacerían muchos gags animados (y un episodio de I Love Lucy), un Vagabundo somnoliento trabaja en una fábrica, apretando tuercas mientras se mueve la banda… y ésta va tan rápido que, al seguirla, termina siendo procesado por los engranajes de la máquina.

Charlot es un proletario del siglo veinte, una evolución de aquellos obreros de la Inglaterra industrial a la que hablaba Marx: se trata de un hombre pobre, hambriento, agradecido por cualquier trabajo y olvidado por el mundo. Chaplin, como buen inglés, es uno de los herederos de la tradición dickensiana del huérfano abandonado (su padre moriría cuando él era un niño y su madre pasaría el resto de su vida de manicomio en manicomio) – pero su personaje no se queda en la tragedia industrial. Es un tipo a la vez ingenuo y pícaro, hijo del vaudeville, que vive del momento y a pesar de no ganar nunca, jamás pierde el optimismo por la vida.

Hay un dejo de manipulación en Chaplin – el mismo que uno podría conseguir en el cine más sensiblero de Spielberg, como Close Encounters of the Third Kind o Schindler’s List –, claro que sí, pero es manipulación hacia la grandeza del hombre pequeño frente al mundo, en vez de hacia la imposibilidad de pelear contra éste… de la misma forma que son manipuladores los rebeldes en exilio cantando “La Marseillaise” en Casablanca, jugando con el sentido de honor y patriotismo de quien la vea. Y sí, carajo, si me van a manipular que sea en pro de la vida y no en contra de ella.

Me es imposible enumerar todo lo que me gustaría decir de Chaplin. Mi preferida de sus películas es City Lights, la primera que haría después del boom del cine hablado que empezaría con The Jazz Singer en el ’29. Decidido a no matar a su Vagabundo dándole una voz cuando el mundo ya le había imaginado alguna, Chaplin lo mantiene mudo y agrega sólo dos escenas con sonido: una en la que se traga un silbato y le da hipo, y otra en la que se enreda en la campana de un ring y no deja de hacerla sonar. En esta película no sólo actuó, dirigió y produjo, sino que también escribió la banda sonora en su totalidad – no fuera a ser que creyeran que su renuencia a hablar era por falta de habilidad frente al sonido. La trama principal es simple: el vagabundo conoce a una florista ciega que, al oír la puerta de un carro, lo confunde por un hombre rico… y él, perdidamente enamorado, hace todo lo que puede por ayudarla. Simplísima y efectiva: es una de las películas más entrañables que existen, desde la manera en la que nos enamoramos de la florista en conjunto, hasta esa última escena de entendimiento y duda en la que, por un momento, vemos a Charlot en todo su esplendor, como el hombre condenado a la mala suerte en el que brilla siempre el último vestigio de esperanza.

Esta semana Google se disfraza de Vagabundo por el cumpleaños de Chaplin, y nos invita a darnos una pasada por la era de los mimos del cine; de tener un tiempito, tampoco sobra verse el biopic de Richard Attenborough de 1992, Chaplin, en el que un Robert Downey Jr. jovencísimo hace el papel de su vida como el artista inglés – cosa que tampoco se dice a la ligera, siendo Downey Jr. uno de los mejores actores trabajando en este momento.

Enamorarse de Charlie Chaplin es enamorarse del cine en su esencia más pura, y una temporada viendo películas como The Kid, The Gold Rush, City Lights, Modern Times, The Great Dictator y Limelight (con cameo de Buster Keaton, el otro gran comediante del cine mudo, muchísimo menos conocido que el Vagabundo) se lo comprueba a cualquiera – y ahí un guiño al que todavía no sabe qué hacer en estos días de semana santa.

Estereotipos (2)

lunes, 4 de abril de 2011 - Publicado por BabeDeJour en 23:36

Igual que hay estereotipos que no querría vivir (ni actuar) bajo ninguna circunstancia, también hay otros geniales que, por repetidos que sean, nunca dejan de fascinar y no me molestaría serlos de grande

- Cuarentona/cincuentona (“adulta contemporánea”) que se niega a envejecer y siempre tiene un plan malévolo para verse hermosa. Las clásicas son las villanas Disney (la madrastra de Blancanieves, Cruella D’Evil, más recientemente las brujas de Tangled y Enchanted). Es, en fin, la versión moderna y fílmica de la condesa de Báthory, y, pues, ¿quién no quiere ser heredera de la villana que se bañaba en sangre de vírgenes a falta de Botox?

- Chica Bond que sobrevive. Es la opuesta a la de calentamiento; a menudo es un poco sufrida (siguiendo el viejo esquema de damisela en apuros que grita “¡oh, James!”, como la eterna Ursula Andress en Dr. No) pero en el último par de décadas también es “independiente” y tiene alguna profesión medianamente cool, como para callar a las feministas. En todo caso, es con la que termina Bond al final de la película – como, por ejemplo y por mencionar a una de nombre particularmente Bondsoso, Holly Goodhead en Moonraker.

- Villano psicópata y brillante. Hay muchas subcategorías (desde nazis, como el Hans Landa de Inglourious Basterds, hasta asesinos seriales, como Hannibal Lecter – oye, no me había fijado que tienen las mismas iniciales), pero el hecho es que son perturbadoramente geniales, y verlos es lo más cercano que tenemos algunos a la psicosis y nuestra única forma de experimentarla y fascinarnos con ella.

- Rubia en película de Alfred Hitchcock. De la única forma en la que disfrutaría ser catira es esa, precisamente, porque siempre se ven absolutamente hermosas y son realmente encantadoras. La perfecta, claro, sería la princesa Grace Kelly, especialmente en To Catch a Thief.

- Hombre inocente en película de Alfred Hitchcock. Sí, claro, la pasa mal porque lo persigue medio mundo, pero en el camino se divierte muchísimo, se empata con una rubia despampanante y siempre todo se arregla, porque no hay finales tristes en las pelis de Hitch (excepto en muy contadas, y que no siguen el esquema de buen hombre/persecución). Mi preferido en esta es, por supuesto y cómo no, el eterno inspirador de suspiros Cary Grant en North by Northwest (papel que, por cierto, haría que Ian Fleming lo quisiera como James Bond en la primera adaptación del personaje, Dr. No).

- Sobreviviente en apocalipsis zombie. Need I say more?

- Abogado defensor de los derechos humanos, anterior a su tiempo. Bueno, a mí los abogados me caen mal (cosa que digo por encimita, y muy a lo pendejo: la verdad es que algunos de mis mejores amigos son abogados), pero carajo, mentiría vilmente si dijera que no me gustaría ser Atticus Finch cada vez que veo To Kill a Mockingbird.

- Femme fatale. Son estas mujeres súper atractivas que dejan locos a los hombres que se les antojan: la Gilda de Rita Hayworth, la Cleopatra de Elizabeth Taylor, Jessica Rabbit en Who Framed Roger Rabbit?, Sharon Stone en Basic Instinct. Son, por decirlo de alguna forma, los súcubos de la mitología del cine. Este cliché tiene sus muchísimos subclichés, igualmente atractivos: perra cinematográfica (a la Bette Davis en todo, o Faye Dunaway en casi todo, pero particularmente en Network), femme fatale clásica del film noir e incluso mortífera y muy sexy espía soviética (mejor representada como la villana maravillosa de GoldenEye, Xenia Onatopp). Nota: este cliché, por cool que sea, aburre después de un tiempo, y es más entretenido dejarlo en el cine. No lo intenten en casa, chicas.